En el año 2011, cuando el punto álgido de la crisis de deuda soberana amenazaba con barrer la moneda común, quien era a la sazón presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, anunció a la prensa que su institución haría «lo que fuera necesario» (whatever it takes) para preservar el euro. Aquel mismo año, Radosław Sikorski —antiguo periodista y entonces ministro de exteriores de Polonia— recordaba cómo dos décadas antes, mientras entrevistaba a un ejecutivo de un banco croata, este recibió la noticia de que Serbia —otra provincia del mismo país— había decidido imprimir su propia moneda. Tras colgar el aparato, el banquero exclamó: «Este es el fin de Yugoslavia». No es de extrañar. Además de su función económica, la moneda también cumple un poderoso papel alegórico sobre la unidad de una comunidad política. De hecho, el euro estaba enumerado en el art. I-8 de la difunta Constitución para Europa, que llevaba precisamente como título «Símbolos de la Unión».
Dentro de las medidas adoptadas por el BCE de Draghi para salvar la zona del euro, se aprobaron una serie de decisiones que pusieron en marcha un programa de compra de valores públicos en mercados secundarios (PSPP, por sus siglas en inglés). Los títulos de deuda que adquiriría el Eurosistema serían —inter alia— los bonos emitidos por Estados miembros. A finales de 2019, el valor del PSPP excedía los 2,2 billones de euros (o lo que es lo mismo, 2,2 millones de millones). Durante la mañana del 5 de mayo de 2020, el Segundo Senado del Tribunal Constitucional Federal de Alemania (TCF) sentenciaba que, al poner en práctica dicho programa, la Unión Europea se había extralimitado en sus competencias (técnicamente, había realizado un acto ultra vires). Y ordenaba al Banco Central Alemán (el Bundesbank) retirarse del PSPP, a menos que, en el plazo de tres meses, el BCE emita una decisión justificando la proporcionalidad del programa.
Lo que resulta casi más sorprendente es que, antes de emitir su pronunciamiento, el TCF se había dirigido al Tribunal de Luxemburgo, por segunda vez en la historia, con el objeto de que este analizara si las medidas adoptadas por el BCE eran compatibles con los Tratados, esto es, el Derecho originario de la UE. El resultado de esta segunda cuestión prejudicial fue el asunto Heinrich Weiss y otros, C-493/17, EU:C:2018:1000. En él, el Tribunal de Justicia de la UE resolvía que las decisiones del BCE estableciendo el PSPP eran válidas.
Con la decisión del martes pasado, el TCF ha decidido ignorar la respuesta dada por el TJUE, declarando que su sentencia constituye, también, un acto ultra vires. No es la primera ves que un alto tribunal europeo declara que una decisión del Tribunal de Justicia es ultra vires (lo hizo el TC checo en el asunto Landtová) o decide ignorar las instrucciones llegadas desde Luxemburgo (así, el TS de Dinamarca en el asunto Ajos). Sin embargo, que lo haga el Tribunal Constitucional Federal de Alemania supone un salto cualitativo, teniendo en cuenta la enorme autoridad jurídica de la que goza ese tribunal, con sede en Karlsruhe, y el gran ascendente que ejerce sobre los otros tribunales constitucionales del continente europeo. En efecto, se puede afirmar que, al tratar cuestiones de Derecho europeo, es frecuente que los jueces constitucionales busquen en el TCF el «faro» que guíe sus propias decisiones.
El argumento básico empleado por el TCF en su larga sentencia es que, al adoptar sus decisiones, el BCE no había evaluado de manera suficiente la proporcionalidad de las medidas que estaba tomando, ni sus enormes efectos sobre la política económica de los Estados miembros. Además, estimó que la supervisión realizada por el Tribunal de Luxemburgo había sido excesivamente permisiva y superficial, por lo que no había sido suficiente para convencerlo.
Cabe señalar que, aunque es la primera vez, como decíamos, que el Tribunal de Karlsruhe decide desafiar abiertamente al Tribunal de Justicia, tampoco puede decirse que la suya haya sido siempre una relación armoniosa. Si bien el TCF ha señalado en su jurisprudencia que la evaluación de la compatibilidad entre la normativa europea y la Constitución debía hacerse en un espíritu de apertura hacia el Derecho de la Unión (Europarechtsfreundlichkeit), lo cierto es que ese pretendido espíritu ha llegado a brillar por su ausencia en más de una ocasión.
De hecho, el Tribunal de Karlsruhe se había arrogado tres tipos de controles de constitucionalidad vinculados al Derecho de la Unión: el respeto de la identidad constitucional alemana, el control ultra vires y el respeto de los derechos fundamentales contenidos en la Ley Fundamental. La argumentación empleada por el TCF había generado más de una vez críticas aceradas por destilar una cierta arrogancia, aunque hasta ahora siempre, a la hora de la verdad, se había pronunciado por la compatibilidad entre los actos europeos y la Ley Fundamental de Bonn. Esto había llevado a algún comentarista a señalar que Karlsruhe era un perro que ladraba, pero no mordía. Nadie podrá decir eso ya.
Si bien es cierto que el TCF proclama formalmente su espíritu de amistosa apertura hacia la Unión, sus argumentaciones han sido a menudo lapidarias y han llevado a plantear serias dudas sobre los límites al proceso de integración. La sentencia del martes pasado ha supuesto la desastrosa culminación de esa tendencia. No podemos evitar preguntarnos, en tales circunstancias, sobre la legitimidad del Tribunal Constitucional Federal para establecer el rumbo de una comunidad de Derecho que reúne seis veces la población de Alemania. Es evidente que su autoridad judicial es innegable bajo el Derecho constitucional alemán, pero en nuestra opinión sería deseable que el Alto Tribunal tedesco razonara más en línea con la Europarechtsfreundlichkeit de la que dice hacer gala.
Hay, además, dos efectos indirectos que hacen que el fallo del TCF sea —aún— más preocupante, si cabe. El primero de ellos se refiere a la actual situación de pandemia mundial a resultas del brote de Covid-19 que ha asolado el mundo. Con vistas a contener la expansión de la epidemia, la mayoría de los gobiernos han decretado diversas medidas extraordinarias, incluyendo el confinamiento y el cierre de cualquier actividad comercial considerada no esencial. El efecto ha sido que la economía mundial ha sufrido un abrupto parón de consecuencias aún difíciles de medir. Para intentar mitigar, en parte, los calamitoso efectos de esta situación, el BCE ha puesto en marcha un ambicioso programa de emergencia (el PEPP). La nota de prensa del TCF —no así la propia sentencia— se esfuerza en afirmar que la decisión de Karlsruhe «no se refiere a ninguna medida de asistencia financiera tomada por la Unión Europea o por el BCE en el contexto de la actual crisis de coronavirus». Sin embargo, creer que esta sentencia no tendrá ningún efecto sobre estas medidas no es más que vana ilusión, especialmente habida cuenta de que el PSPP rechazado por el TCF estaba sujeto a unas garantías mucho más estrictas que este programa ligado a la pandemia.
Hay todavía otro efecto colateral pernicioso de la sentencia del TCF. En la actualidad, como se sabe, en varios Estados de la Unión proliferan movimientos iliberales que hacen peligrar el Estado de Derecho. Tal es el caso, por ejemplo, de Polonia, que ha puesto en marcha numerosas medidas para intentar domesticar el poder judicial y someterlo a los intereses políticos. Los jueces polacos han conseguido, hasta ahora, contener esos embates en gran medida gracias a la colaboración del Tribunal de Luxemburgo. En efecto, el TJUE se ha erigido en el último bastión de defensa de la independencia judicial en Polonia. Sin embargo, la autoridad del Tribunal de Justicia ha quedado irremediablemente minada por la decisión del TCF de ignorar deliberadamente su resolución prejudicial. De hecho, nada más conocerse la sentencia, varios funcionarios del Ministerio de Justicia polaco salieron a la palestra para afirmar airosos que la decisión del Tribunal alemán respalda su propia posición sobre la reforma del poder judicial. No serán los únicos…
Las resistencias de los tribunales constitucionales, en general, frente al proceso de integración no son totalmente sorprendentes. El principio de primacía, elaborado por el Tribunal de Luxemburgo, otorga a los jueces de la jurisdicción ordinaria un control difuso sobre las leyes nacionales, lo que va en detrimento del papel de los tribunales constitucionales, encargados tradicionalmente del control concentrado de la constitucionalidad de las leyes. Esta desconfianza puede verse reflejada, por ejemplo, en su usual reticencia a plantear cuestiones prejudiciales —salvo honrosas excepciones, como el Tribunal Constitucional belga—.
Sin embargo, hay otra razón más que puede esconderse tras este reciente desafío al TJUE, en este caso culpa del propio Tribunal de Luxemburgo. Hablamos del decepcionante Dictamen 2/13, mediante el cual el pleno del Tribunal de Justicia utilizó una escandalosa argumentación en torno a la autonomía de la Unión, rechazando la adhesión de la Unión Europea al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Ya había advertido en otro lugar que «el rechazo a la adhesión al Convenio de Roma – ordenada por el Derecho originario— y, consecuentemente, a someterse al control del TEDH puede llevar a los jueces nacionales a preguntarse sobre su propio seguimiento a un Tribunal [el de Luxemburgo] que por su parte se resiste a ser controlado por una autoridad pacíficamente aceptada por los tribunales nacionales». En efecto, creemos que esto es exactamente lo que ha ocurrido en esta ocasión. La única vacuna contra este tipo de confrontaciones es el diálogo judicial: una deferencia mutua que permita que todos estos tribunales, superiores en su propio ordenamiento constitucional, construyan un espacio jurídico coherente, en beneficio de los operadores jurídicos y de los justiciables. La reciente sentencia del TCF va en la dirección diametralmente opuesta, y tendrá consecuencias aún difíciles de prever.